Entre el cansancio acumulado y las horas a las que me acosté el día anterior, el viernes me levanto muy tarde en el riad de Momo, a las afueras de Marrakech. Desayuno con Sergio y Kirsa a eso de las 9 y pasamos un tiempo con Momo, el cual está decidido a enseñarnos los perfumes que él mismo hace intentando imitar a los de las grandes marcas. Yo marcho mientras que Sergio y Kirsa se quedan. Ellos juegan con más tiempo ya que no tienen intención de parar en Casablanca y además, ya tienen reserva en un hotel de Rabat.
La carretera que lleva de Marrakech a Casablanca no tiene nada que ver con lo que he visto hasta ahora. Casablanca, tampoco. Casablanca es un baño de humildad para cualquier ciudad Europea. Es moderna y diría que tanto o más que Madrid. Sus habitantes mantienen una actitud pasota el uno con el otro tal y como ocurre en las ciudades europeas. Aquí nadie intenta venderte nada y no es una ciudad corrupta por el turismo. Me sorprende el número de occidentales que veo y estos ni llevan cámara ni tienen cara de perdidos, son de aquí.
Sin embargo desde el punto de vista turístico Casablanca tiene poco que ofrecer. Su principal atractivo es la Mezquita Hassan II, construida por el padre del actual rey, Mohamed VI, quien decició que la capital economico-financiera del país merecía una mezquita acorde a su estatus. Esta es la mezquita más moderna del mundo y su emplazamiento junto al mar es verdaderamente privilegiado.

Abandono Casablanca y me dirijo a Rabat, la capital de Marruecos. La sensación es la de entrar en una urbe gemela a Casablanca con la diferencia de que Rabat sí tiene una medina o ciudad vieja (ya que la vieja medina de Casablanca quedó destruida en un terremoto en 1755).
No tengo planeada ninguna visita en Rabat así que decido empezar a buscar alojamiento. Recuerdo el nombre del hotel en que Sergio y Kirsa se alojarían y me dirijo allí. Cuando llego les encuentro felices con su habitación. Su hotel es un riad bastante espectacular, sin embargo, no tienen habitación para mi. Recorro la medina y tras ver cinco hoteles todos están llenos. Recojo la moto y sigo buscando: todo lleno. Tampoco en hoteles con precios estratosféricos tienen un hueco…¿Qué cojones pasa aquí? Al parecer el rey Mohamed VI planea dar un discurso político muy importante y gente de todo Marruecos ha ido a Rabat a escucharlo. Empiezo a verme mal y en esta zona de Marruecos tampoco está permitido acampar (ni es recomendable). Desde uno de los hoteles en que pregunto llaman a varios otros en Rabat y en Kenitra, una cuidad al norte. No hay suerte. La situación parece surrealista.
Se está haciendo de noche, y en mi búsqueda paro en una rotonda a hablar con unos musulmanes a ver si ellos saben dónde hay más hoteles. Uno de ellos que se encuentra sentado sobre su scooter, decide acompañarme a visitar unos cuántos que él conoce. Y no, tampoco hay suerte. Es de noche y mi única solución es llegar a Tánger, unos 250km al norte. A pesar de no entendernos (él habla francés y árabe y yo inglés y español) Mohamed intenta evitar que me vaya y hace varias llamadas más. Mohamed me inspira confianza, es una de esas personas buenas de verdad. Tras varias llamadas sin suerte me ofrece quedarme en su casa. Mi primera reacción es de agradecimiento pero no puedo aceptarlo. Mohamed me insiste: “C’est le Islam” me dice, “este es el Islam.”
Me lo está diciendo de corazón así que tras un rato decido aceptar. Le sigo hasta un barrio humilde a las afueras de Rabat, a orillas del océano. Los vecinos me reciben con los brazos abiertos. En su casa me encuentro con sus dos hijos, Aya y Abdprahime los cuales no paran de sonreir.
La vivienda es pequeña pero tiene lo necesario. Mohamed y los niños se vuelcan conmigo y me ofrecen té, bollos y unas salchichas. Yo me siento descolocado y sorprendido por lo que está haciendo por mí esta gente. No nos entendemos por lo que usamos Google traductor para poder comunicarnos. Mohamed me habla sobre su familia, su trabajo como taxista y sobre el Islam. Un amigo de la familia llamado Ayoud viene a vernos. Dice ser médico y DJ. Los niños son muy alegres. Arya es muy inteligente y me enseña sus libros de matemáticas y su habilidad para cantar el corán. Abdprahime es un trasto de seis añitos.
Cierro los ojos asimilando la situación, dándole vueltas a todo. Sobre las 8:30 de la mañana todos nos ponemos en marcha. Preparan uno de los desayunos más variados que uno haya podido ver en su vida: bollos, pan con mantequilla y mermelada, huevos y una especie de creps salados llamados rghaif.
Cuando llega el momento de despedirme se me hace un verdadero nudo en la garganta. Los niños juegan con mi casco y la moto. Esta familia marroquí me ha tratado como a uno de los suyos, y de verdad. Mohamed coge su taxi y me guía hasta la carretera. Me despido de él entre grandes abrazos y se niega a aceptar el dinero que le ofrezco en compensación, tal y como si hubiera dormido en un hotel. Me doy cuenta de que no debería haber hecho eso: “eres un torpe y un melón Jaime”.
Me alejo dirección al norte. Mohamed me encontró sin un lugar donde pasar la noche y me llevó a su casa tratándome como a uno más de su familia. No me conocía de nada y ni siquiera teníamos una lengua común. Pero me llevó con su familia, me dio de comer y me dedicó mil y un sonrisas. Me muero de rabia. ¿Habríamos hecho nosotros lo mismo con un marroquí en nuestro país?
El mundo que nosotros llamamos desarrollado no es más que la decadencia de la propia humanidad. No es sólo que ninguno de nosotros hubiera hecho eso, atiborrados como estamos de nuestro propio egoísmo, no. Es que encima nos sentimos libres de criticar a la cultura musulmana y a los “moros”. Nuestra televisión no para de enseñarnos mierda sobre estas gentes y alabar lo listos, civilizados y modernos que somos nosotros. Forjamos una opinión sin tener ni puta idea. Ni puta idea. Desde que he llegado a este país no he parado de escuchar “bienvenido”, de ver sonrisas y de recibir ofrecimientos de ayuda incluso cuando paraba en un arcén a hacer una foto. No he parado de ver a gente intentando hacer que me sintiera mejor que en mi casa. Y siento impotencia de saber que nada de esto va a cambiar, que seguiremos criticándoles y comiéndonos la mierda que sale del televisor, viviendo en nuestro mundo artificial lleno de mentiras y en el que nosotros somos los mejores.
El mundo hay que verlo con los ojos de uno mismo. Hay que mojarse y salir del cristal blindado que suele rodear al turista.
Esto me lleva a un último pensamiento: hacer un viaje así es posible y es posible gracias a la gente que uno encuentra en su camino. Personalmente pienso que por una razón o por otra tengo mucha suerte. Abuelillo de Chefchaouen, pastorcillo del Red Bull, niños en burro, gentes del desierto, Moha, Mohsin, bereberes de Rissani, Sergio, Kirsa, Momo, Mohamed…aveces tengo la sensación de que le he caído en gracia a alguien de ahí arriba y siempre me manda a alguien como ellos cuando lo necesito. Aveces pienso que alguien me envía a gente como ellos cuando me siento sólo o cuando me falla la confianza en mi mismo.
Esas veces me siento intocable. Esas veces me siento el hombre más rico del mundo.

Pingback: Ait Ben Haddou y Marrakech | Los Mil Mundos·
Pingback: Los ángeles del camino | Los Mil Mundos·