La carretera del Pamir

Amanecimos en Dushambé, la capital de Tayikistán, sin imaginar qué se nos venía encima aquel día. Pero vayamos por partes, por ahora imaginad tan solo un día soleado, uno bien bonito como todos los demás. La única diferencia es que el día empieza muy tarde aquí para nosotros, tozudos europeos que miran la hora. Dejad que me explique: estamos a 10.000 kilómetros de España y sin embargo hay tan solo cuatro horas de diferencia, ¿no os parece extraño? Exacto, la circunferencia de la tierra es poco más de 40.000 kilómetros por lo que sí estamos un cuarto de ella más al este, deberíamos tener una diferencia horaria de seis horas y no cuatro. Aquí amanece a las cinco de la mañana y a las ocho y media ya es de noche. Si uno quiere hacer una ruta en moto llena de incertidumbres, mejor que empiece pronto pero no con respecto a la hora, sino relativo al sol. No había conseguido convencer a Davide hasta entonces, pero lo que iba a pasarnos le convencería por completo.

Salimos del Green House Hostel de Dushambé a las nueve de la mañana con un sol ya muy cercano a su punto de medio día. La carretera era buena y hacíamos kilómetros sin pensarlo. Yo paraba a hablar con la gente local y así conocí a Shuhrat, un profesor de inglés que trabajaba en el campo aquel día.

Shuhrat me dijo que ganaba 900 soms al mes como profesor en Dushambé (unos 90 euros) pero que debido a las vacaciones de verano había tres meses al año que no cobraba nada y tenía que buscarse la vida en el campo. Me dijo que algunos de sus colegas se iban a Rusia donde podían encontrar un trabajo en la construcción por entre 200 y 400 soms al mes dependiendo de la ciudad a la que fuesen.

Tras hablar con él continuamos por aquella carretera M-41 que nos llevaba al Pamir, aún sintiendo el viento en la cara, hasta que pasados cien kilómetros la carretera desapareció. Nos reímos pues se suponía que hoy no sería uno de los tramos duros de la Pamir.

La carretera empezó a revirarse, a estar cada vez más destrozada. Empezamos a cruzar pueblos en los que la gente nos saludaba, nosotros estábamos disfrutando. Hice una foto con la Polaroid a unos chicos en un burro y reían como locos. El día pintaba de maravilla.

La gente local nos saludaba desde todos los lados. Os lo juro que no sabréis nunca cuánto puede chillar un niño de alegría hasta que no veáis a un niño tayiko cuando ve una moto. Aún con el casco y el ruido de la ruta se les oye perfectamente. Saltan de alegría, chillan y ríen a carcajadas solo con vernos. Algunos intentan chocar las palmas de las manos con nosotros y los mamones muchas veces golpean con fuerza.

De repente esos pueblos desaparecen y empieza la Pamir, empieza el sufrimiento.

Llevo más de 10 años haciendo enduro y motocross y habiendo competido. Para hacer la Pamir eso es bueno y malo al mismo tiempo. Gracias a ello tengo mucha confianza en este tipo de terrenos y no me canso (tanto) pues dejo la moto fluir sin agarrotarme. El problema es que la confianza es traicionera en una carretera así y llevando una moto que pesa alrededor de 250 kilos con equipaje. Puedes ir tan rápido como en el Dakar si quieres, pero vas a romper algo.

A medida que pasaban los kilómetros el camino se volvía peor. Había restos de lo que un día fue asfalto pero ya solo quedaban de él guijarros del tamaño de barcos que suponian escalones constantes en nuestro recorrido. Habíamos tomado la ruta norte de Tavidara, la más corta pero también la más dura para llegar a
Qal’ai Khum. Nosotros aún no lo sabíamos pero unos días más tarde descubriríamos que incluso los locales nos decían que esa ruta era impracticable. También los blogs de internet, que en su gran mayoría siguen la ruta sur.

Íbamos bien de tiempo, parábamos a hacer fotos, a hablar con los locales. Paramos en Tavidara y compramos una bolsa gigante llena de galletas, varios zumos y agua. Entonces aparecieron niños por todos lados, les di galletas y zumo (se llenaron los bolsillos con lo que pudieron) y les hice una foto con la Polaroid. Después de eso no me los pude quitar de encima. Me encantan los niños y que Davide les gruña hace que se peguen más a mi, que se me suban por la espalda y me den abrazos. Nunca había visto niños tan alegres como los tayikos.

Una de las cosas de las que me he dado cuenta con estos niños tan abiertos es de lo idiotas que somos los chicos y de lo listas que son las chicas. Con los niños te chocas los cinco, te das cabezazos, echas carreras, les quitas la nariz y te persiguen, haces concursos de eructos con ellos y se dejan la garganta por eructar más fuerte. Sin embargo las chicas son más cautelosas, se acercan con cuidado y con cierta coquetería. Son más listas y te miran extrañadas si haces el tonto, no te imitan. Además tampoco se dejan fotografiar tan fácilmente como los chicos, que te lo piden ellos para verse poniendo caras.

Continuamos por la tarde pero como dije antes íbamos bien de tiempo. La última vez que reiniciamos la marcha tras una parada vimos que tan sólo teníamos que hacer unos 90 kilómetros más. Teníamos cinco horas de sol. Todo iba bien hasta que a sesenta kilómetros de Qal’ai Khum pinche la rueda trasera de la moto.

Había cambiado varias veces la rueda de motocross pero nunca lo había hecho con una rueda tan gruesa, tan dura. Cambiarla me llevo dos horas con la ayuda de Davide para hacer fuerza con los desmontables pero para cuando la cambiamos era ya tarde. Si continuamos se nos haría de noche en aquellas montañas así que pensamos en plantar la tienda y dormir allí mismo. Estábamos destrozados, no habíamos comido en todo el día y apenas teníamos agua. Unos austriacos nos dieron un litro pero no era suficiente. Con ello decimos continuar despacio hasta Qal’ai Khum. Se nos hacía de noche en aquellas montañas. Lo asumimos, solo teníamos que conducir despacio. Mientras veía como encendían sus fuegos los cabreros en aquellas frías montañas, pensaba bajo el casco que la Pamir me había dado una lección. Estamos en un lugar isolado entre una de las coordilleras del sistema de los Himalayas. No podíamos jugar, debíamos preservar. Preservarnos a nosotros mismos de cualquier lesión y preservar las motos de cualquier rotura. No importa si vamos muy despacio, si debemos parar mil y una veces o si debemos pasar horas y horas viajando. Solo hay que pensar en hacer un kilómetro más y después de ese, hacer otro. Nada más que eso y disfrutar de cada momento, poco a poco sin importar nada más que estas montañas que nos envuelven, y esa gente que nos acoge.

Al llegar a Qal’ai Khum no nos lo creíamos. Estábamos llenos de polvo, hambrientos y cansados. A la entrada del pueblo nos recibieron varios hombres cada uno ofreciendo su casa para dormir: homestays. Elegimos a uno que nos ofreció cena, cama y desayuno por diez dólares. Comimos muchísimo, bebimos muchísima agua y fuimos a dormir. Esa noche soñé con la Pamir, nos había golpeado muy fuerte aquel día.

Al día siguiente decidimos intentar la ruta hasta Khorog, la capital del Pamir. Nos habían contado que la ruta iba a empeorar y los blogs hablaban de una ruta más complicada. Puedo dar fe que la carretera se volvió muchísimo más sencilla pasado Qal’ai Khum, al menos con respecto a la carretera norte de Tavidara que nosotros habíamos sufrido. Tras noventa kilómetros uno encuentra asfalto en algunos tramos, pero aún así no pasamos de los 50 kilómetros por hora de media debido a los agujeros de este. Estando aquí no quieres golpear uno de esos agujeros con la rueda.

Esto es lo que le pasó a los austriacos que nos acompañaban. Golpearon uno de esos agujeros y la llanta se dobló. No hubo solución para ellos, tuvimos que cargar su moto en un camión y nos despedimos de ellos.

Acabábamos de empezar el segundo día y las cosas pintaban igual de duras que el primero, el Pamir ya se había cobrado otra rueda. Teníamos que jugar a preservar la moto, a hacer el recorrido lo más lento posible. Da igual si eres un piloto del Dakar, aquí hay que ir lento. Al principio me agobiaba, luego lo disfruté como un niño. Así, disfrutando conseguimos llegar a Khorog, la capital del Pamir tajiko.

La carretera te lleva por unas montañas de roca desnuda, algunas nevadas en sus cumbres. Apenas hay pueblos en el camino aunque estos se hacen más frecuentes cuando nos acercamos a Khorog donde el río pierde su violencia y fluye con suavidad. Allí hay espacio para los cultivos, para la ganadería y para pequeños campos de fútbol en los que juegan niños. En las montañas los pueblos son pequeños y se despliegan a lo largo del camino.


El recorrido me ha dado para pensar, sentir e imaginar historias. Estaba en Tajikistán y a tan solo unos metros, separado por un río negro veía Afganistán. Prácticamente en todo el recorrido uno es completamente inconsciente de que ese río es una frontera entre dos países. No lo pensé hasta que me fijé en un niño afgano en la otra orilla. Nos miraba desde lo lejos sentado en el río. No saludaba, no saltaba, no reía. Por una razón que él desconocía a su lado del río no veía esas motos tan chulas, no veía asfalto, no veía esos camiones que transportaban mercaderías. Por alguna razón que él no sabía ese río era imposible de cruzar pues no hay puentes más que en puntos muy concretos y vigilados, y estos están más al sur. Los humanos habíamos convertido aquel río en dos mundos paralelos que se veían el uno al otro, pero no podían tocarse, no podían sentirse. Pude imaginar a un niño en la orilla tayika mirando a aquel niño afgano, y aunque hubiera estado allí aquellos niños posiblemente nunca se conocerían. Habían nacido a tan solo unos metros de distancia, sus vidas discurrían paralelas en aquellas montañas, sufrían el mismo sol y la misma lluvia, escuchaban los mismos pájaros y posiblemente sus preocupaciones fueran parecidas. Pero nunca podrían darse la mano, nunca podrían mirarse más cerca de lo que aquel río les permitía. Podrían verse crecer el uno al otro, mirarse como en un espejo, y siempre serían perfectos desconocidos.

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