Tierra de nadie

Al acabar el corredor de Wakhan llegamos de nuevo a la M-41 o carretera del Pamir. De nuevo aparecía el asfalto, el cual abandonamos a la altura de Bibi Fatima el día anterior. Decidimos continuar hasta Alichur pues yo estaba hambriento y era tan solo medio día.

Alichur es un pueblo en mitad del altiplano sin asfalto, sin vida. Hace muchísimo viento y apenas hay gente en las calles, tan solo los niños salen chillando cuando ven las motos. Yo quería dormir aquí y finalizar el día, Davide quería seguir hasta Murghab, a cien quilómetros por asfalto. Negociamos y le digo que ok, a Murghab pero necesito tiempo para estar en Alichur, hablar con su gente y olvidarme de la moto por dos horas. Como en el único lugar que tienen algo de comer (un poco de carne de cordero) y salgo a ver el pueblo. Parece Mad Max. Hay esqueletos de coches por todos lados, los yurts se mezclan con pequeñas construcciones de una sola planta, hay cabras atadas en la calle y los niños ahora no aparecen por ningún sitio (normal, no llevo moto). La única persona con la que me encuentro es un hombre sacando agua manualmente de un pozo. Étnicamente es un hombre diferente a los que había en Whakhan, no es afgano sino asiático. Su rostro es moreno y ha sido marcado por el sol tan duro de este altiplano a más de cuatro mil metros de altura.

Continuó andando por el pueblo y el silencio es total, tan solo se oye el viento y este de vez en cuando mueve alguna que otra puerta oxidada que chirría. Al fin encuentro vida de nuevo, unos niños cavando una zanja que canaliza el agua del deshielo. Me fijo que tienen manos de adulto, duras y trabajadas. Me piden una foto y les regalo una que no imaginaban, la de la Polaroid.

El lugar es impactante, solitario, silencioso, tierra del viento y de nadie más. Tras una hora paseando por allí vuelvo a recoger a Davide y hacemos los últimos kilómetros hasta Murghab. En ellos descubrimos de nuevo la nada más absoluta. Una carretera rota y solitaria en medio de unas frías montañas, recta y sin gracia. Al lado descubro algunos yurts pues la población de aquí no sólo ha cambiado étnicamente, también son nómadas. Tengo una vez más la sensación de ver la tierra de mis antepasados, pero de los de hace dos mil años viviendo en esas tiendas hechas de pieles, rodeados de ganado y sin un sentido de la propiedad de la tierra.

Mi moto llega a Murghab a duras penas debido a la mala gasolina, mezclada con agua que se consume rápidamente. La gasolina que encontramos en Murghab no es mucho mejor. Dormimos en un hotel que cuenta con sólo dos WC y tres duchas para todos y creedme nos parece el Palace. Mi colchón se hunde y en un punto se cuela dentro del somier, pero me da igual.

A la mañana siguiente amanecemos en un pueblo fantasma y sin mucha más vida que Alichur. Planeamos una ruta corta cuyo único objetivo es cruzar a Kirguistán de nuevo.

La ruta es corta pero parece que estemos en la luna. No hay nadie, la más absoluta nada continúa. El frío es glacial y el termómetro baja por debajo de cinco grados acompañado de vientos que mueven la moto de lado a lado. El sol nos quema. En una parada veo un jinete solitario que se acerca desde lejos. Le vemos acercarse poco a poco y me fijo que lleva una máscara de tela dura y blanca con dos pequeñas aberturas para los ojos. Cuando se encuentra a tan solo unos metros de nosotros se levanta la máscara la cual encaja perfectamente dentro de su gorro al más puro estilo mongol. Estiro mi mano y me muestra la suya, callosa y dura. Me impresionan las manos de esta gente, nadie que yo haya conocido en mi querido campo manchego tiene las manos así.

A los pocos kilómetros aparece a nuestra derecha una vaya de madera cubierta de alambre. La tierra detrás de ella ha sido alisada y removida. Es China y su frontera está minada.

No me lo puedo creer, ¡hemos llegado a China! O no, ¿por qué no tengo esa sensación? Quizás por lo absurdo de esta manía humana de marcar líneas en la nada y prohibirlos el paso los unos a los otros. Yo pienso esto y tengo sentido de la propiedad de la tierra, pero ¿qué pensaran los nómadas? Cuan absurda será para ellos está valla cuando sus abuelos seguramente les contaron que había pastos allá y acá y podían perfectamente entrar unos metros en China.

La verja desaparece y empezamos a subir más bruscamente. Hemos llegado al Ak Baital, uno de los pasos de montaña más altos del mundo (se dice que el segundo más alto asfaltado pero qué más da eso). Estamos oficialmente a 4655 metros de altura, el GPS marca cuatro más.

Y no hay nada más que montaña allá arriba, montaña pelada y mucho frío, el paisaje es espectacular por lo solitario. Estoy en el lugar más alto en el que haya estado nunca, y estoy contento. Decido probar a correr de un lado a otro y en cien metros estoy jadeando y no solo eso, noto que me faltan fuerzas.

Cuando reanudamos la marcha, a los pocos kilómetros aparece el Karakul, un lago glaciar a las puertas de la frontera china. El paisaje no deja de sorprendernos y el frío tampoco. Hay aquí una pequeña población que si no fuera por algunos habitantes que vemos pensaríamos que está en ruinas. Veo unos niños y les monto en la moto, les doy la última foto de la Polaroid y les regalo los últimos coches de juguete. Pienso en ellos y en una infancia en un lugar como este, tan aislado pero sobretodo tan frío. Estamos cerca de cero grados y es final de julio. ¿Qué harán estos chicos en invierno? El sol quema, el agua de su lago está helada y fuera de su pueblo les espera un viento invernal.

Después de jugar con los niños, descansar y comer una lata en conserva que tenía reanudamos la marcha con la intención de cruzar la frontera. Ese tramo nos ofrece los momentos más escénicos de toda la carretera del Pamir

En la frontera nos esperan varios kilómetros en mitad de la nada y de nuevo con un frío glacial. El soldado que nos pide los pasaportes es un chulo integral pero veo su cama sucia y estrecha en un rincón y no puedo sino sentir lástima. Estos soldados son destinados por dos años en estos lugares, en los que no hay absolutamente nada, ni nada cerca. Ni cigarros (que piden como desesperados), ni bebidas, ni gente. ¿Qué esperáis de un sitio así?

Pasada la frontera tayika comienzan veinte kilómetros de tierra de nadie, tierra de nadie de verdad, tierra no reclamada por ningún estado en la que oficialmente no estamos en ningún país. Unos locales viven allí dando cobijo a aquellos viajeros incapaces de cruzar al lado kirguiso en un sólo día (algunos ciclistas por ejemplo). El terreno es resbaladizo y malo, pedregoso algunas veces y debemos cruzar un río con las motos. La escenografía es impresionante.ñ, rodamos entre glaciares, rodamos entre cumbres heladas. Rodamos en tierra de nadie rumbo a Kirguistán, ¡que novedad! Cómo si no hubiéramos sufrido ya lo que es la desolación, el más puro vacío, la nada. No nos sorprendes tierra de nadie, después de lo que hemos dejado atrás.

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