Nómadas

Una vez conseguimos cruzar la tierra de nadie llegamos a tierras kirguisas. Comparada con la frontera tayika la kirguisa parecía el paraíso. Habíamos bajado varios metros por lo que la temperatura había subido moderadamente (hasta los diez grados), los guardias dormían en camas decentes y el control de pasaporte se hacía con ordenador y cámara de fotos. Además en Kirguistán nos esperaba asfalto, nada que ver con lo vivido anteriormente.

Aquella noche llegamos a Sary-Tash, un pequeño pueblo a escasos kilómetros de la frontera. En la recta que bajaba de las montañas hasta el pequeño pueblo me quedé ensimismado con los nómadas que allí había. Los niños corrían hacia las motos, descalzos por la hierba mojada y fría. Yo no podía más que admirarles, tan fuertes a tan corta edad. Vivían a la sombra de aquellas inmensas montañas nevadas que dejábamos a nuestra espalda, rodeados de hierba verde donde pastaban caballos, cabras y vacas. Decidí que quería saber más acerca de ellos, quería conocer a los nómadas.

Encontramos cobijo en casa de una mujer asiática que decía llamarse Elisabeth. Por mas ropa que yo me ponía no conseguía entrar en calor y mi admiración por aquellos nómadas que seguían en aquellas montañas blancas que yo veía desde la comodidad de mi nuevo hogar no hacía sino aumentar. La suerte quiso que aprendiera sobre ellos, y así conocí a Cholponbek, un geólogo kirguiso que investigaba la zona calculando la posibilidad de un seísmo. Hablaba un perfecto inglés y se hospedaba en la casa de Elisabeth también, por lo que pude saber más sobre él y sobre su gente.

Cholponbek me habló primero de los grandes números de su país. Me dijo que el PIB de Kirguistán era de 10.000 millones de euros anuales (como referencia, el español es algo más de un billón) pero que era imposible de estimar pues la economía sumergida era mayor del 50%. ¿Cómo calcular cuánto produce un nómada? El 12-15% de lo que produce el país es oro que extraen de minas en el noreste del país y el resto es agricultura y ganadería, nada más. Dijo que el estado pone un impuesto sobre la renta muy bajo (13%) de manera que al menos se pueda recaudar algo. Pero obvio, con un sistema productivo tan primario es completamente imposible cobrar impuestos a esta gente.

Entonces le pregunté por los nómadas. Aún helado de frío como estaba quería saber por qué no iban a un lugar más cálido pues a tan solo doscientos kilómetros al norte la temperatura era veraniega. La pregunta era absurda para él: por los pastos. Los nómadas buscan siempre pastos frescos por lo que suben a las montañas en verano, y bajan a los valles en invierno cuando el hielo cubre las cumbres. Más tarde sabría que viven tres meses en cada lugar, un lugar en cada estación del año. De esta manera cuidan de su ganado, su más preciado tesoro. No poseen tierras ni las desean, son nómadas y esa es la vida que eligieron, el legado de sus antepasados.

Me dijo que los nómadas son además los señores de los caballos. Viven unidos a ellos y son sus compañeros más fieles. Los emplean para pastorear el ganado, pero también como diversión. Juegan a un deporte llamado algo así como Ulag (o buzkashi, el deporte nacional afgano) que consiste en conducir a caballo una cabra u oveja sin cabeza ni extremidades (o la cabeza de la cabra) de un lado del campo a otro.

Su estilo de vida me cautivaba, y cada vez que los veía desde la carretera me dejaban pensativo. Decidí que iría a visitarles al día siguiente.

Al levantarnos hablé con Davide y el decidió marchar a Osh. Yo viajo mucho más lento que él pues paro en exceso y prácticamente en cada punto del camino. Nos separamos en las montañas de Sary-Tash donde me baje de la moto y camine hacia los nómadas.

Me vieron llegar desde lejos y miraban como me acercaba con mucha calma. Parecía que me estuvieran esperando.

Un hombre me recibió en un pequeño puente que habían fabricado con unas tablas, y me llevo hasta donde se encontraban su mujer y su hija preparando un fuego. Habían construido un pequeño horno de barro para los tres meses que pasarían aquí en estas montañas. Con el poco inglés que hablaban y con muchos gestos les indique de donde venía, y a donde iba: a conocerles. Me recibían con los brazos abiertos.

Me enseñaron el yurt. Una mujer me mostró como estaba hecho. Hacen primero un esqueleto de madera sobre el que ponen gruesas capas de lana. Después las cosen y rodean el yurt con cuerdas y pesos hechos con piedra para agarrar bien las pieles. Dentro el espacio es muy amplio y está lleno de alfombras y el único mueble es una estantería, nada más. Casi en el centro tienen una estufa de metal que llenan de leña para calentarse por las noches.

Salimos afuera y me dieron a probar el kurut, unas bolas de queso hechas con leche de vaca que saben especialmente fuerte. Ya lo había probado antes pero me lo comí como si fuera la primera vez que lo probaba.

Los niños querían enseñarme sus caballos su gran tesoro, así que fui con ellos a verlos. Los caballos adultos están sueltos pero me fijé que los jóvenes estaban atados uno tras otro a una cuerda en el suelo. No me quedo muy claro si esta es una forma de educarles a vivir siempre con los humanos.

Cuando volví al yurt con los niños me encontré a la familia amasando pan. Le daban forma con las manos y usan unos instrumentos con pinchos para hacerle agujeros con forma de flor.

Los nómadas se reían de que yo estuviera allí, me llamaban Ronaldo y estaban encantados de enseñarme como se hacía todo.

Una vez amasado el pan lo sacamos afuera donde nos esperaba el horno. Pusimos trozos de metal sobre las brasas y la mujer empezó a untar los panes con agua y leche para luego pegarlos por las paredes del horno. En cosa de veinte minutos el pan estaba hecho. Sacaron chai (té), azúcar y mantequilla del yurt y pusieron un mantel en el suelo a modo de picnic. Allí comimos dos piezas de pan con mucha alegría. Con gestos nos entendíamos, pude contarles en qué trabajo, que soy de Castilla la Mancha y que mi madre y mi hermana bailan sevillanas. Les encantaron los trajes de una foto que les enseñé.

En total estuve algo más de dos horas con los nómadas, por lo que cuando reanude el camino hacia Osh tan solo pare en una ocasión con otros nómadas a tomar otro té. El paisaje estaba pasando del verde de las montañas al amarillo de la llanura de Osh, la temperatura había subido desde los diez grados hasta bien por encima de treinta. Osh me esperaba y Davide también, en un hotel con piscina que nada se parecía a las tierras de los nómadas, que nada se parecía a las gigantescas montañas de las que veníamos. Allí descansé de la Pamir, allí me di cuenta de que oficialmente habíamos acabado aquella carretera. Noté como un ciclo se cerraba, habíamos acabado aquello con lo que soñamos. Ahora sólo quedaba recordar a los nómadas, y seguir conociéndolos.

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