Después de descansar en Osh habíamos decidido seguir descubriendo las montañas de Kirguistán y visitar sus dos principales lagos: el Song Kol y el Issyk kul.
La ruta que nos llevaba a Song Kol nos hacía retroceder unos kilómetros por la aburrida carretera de Osh que ya habíamos recorrido hacía unas semanas hasta Jalal-Abab. Este recorrido está bien asfaltado y lleno de pueblos que tras la Pamir nos parecían enormes. Toda esta zona tiene un carácter musulmán muy marcado al estar cerca de Namangan (Uzbekistán), el centro religioso de Asia Central. Normalmente las mezquitas me reconfortan y me hacen sentir mucho más seguro (un país musulmán es siempre mucho más seguro) pero tras los llamados «atentados» en la carretera del Pamir dos días atrás no me encontraba agusto allí. Dio la casualidad además de que conocimos a los dos jóvenes ciclistas americanos que murieron a pocos kilómetros de Dushambé, Austin y Lauren. Hablamos con ellos cerca de Qal’ai Khum y me habían contado sus planes de recorrer África en bicicleta. Un camión los había arrollado junto a un holandés y el incidente había sido reclamado por ISIS. Personalmente dudo que fuera un atentado, pues aquel día había un festival internacional en Khorog, a tan sólo trescientos kilómetros del lugar del accidente. Si hubieran querido atentar, lo habrían hecho allí. De cualquier manera el incidente nos había dejado tocados, no hablábamos en esos primeros kilómetros y cada uno de nosotros llevaba su lucha interna dentro del casco.
A unos cincuenta kilómetros de Jalal-Abab en dirección a Kazerman desapareció el asfalto. En los mapas veíamos una carretera revirada con más curvas de las que yo pudiera imaginar. Era un puerto de montaña sin asfaltar pero cómodo.
Aquellas montañas iban a regalarnos dos cosas: unas vistas increíbles y el conocer el buzkashi (que aquí le llaman algo así como ulag).
Parados alrededor del camino había no menos de cincuenta coches. Al principio no sabíamos que ocurría hasta que miramos abajo donde decenas de caballos cruzaban un río. Parecía un ejército y paré sorprendido a un lado del camino. Me senté en la colina y empecé a mirarles con la cámara en mano, iban al paso y todos seguían a un jinete. De repente y sin previo aviso todos fueron a atacar a aquel jinete, no entendía muy bien que pasaba pero parecía que estuvieran pegándose…no, no lo parecía, estaban pegándose. El estruendo de tantos caballos me hacía contener la respiración pues nunca había visto algo así, tan brutal. Si me hubieran dicho que Gengis Khan jugaba a eso me lo hubiera creído.
El juego no tiene reglas claras. En Afganistán, donde es deporte nacional, son dos equipos los que juegan y deben llevar el cuerpo de una cabra decapitada y sin piernas de un lado a otro del campo. Aquí nos contaron que no había equipos, sino que cada jinete y de forma individual intentaba transportar aquella cabra decapitada por el mayor tiempo posible y lo más lejos posible. La cabra nos dijeron se comería tras las varias horas que duraría el brutal juego.
Los jugadores se persiguen unos a otros y en ocasiones los perseguidores rodean al perseguido formando verdaderas batallas campales que duran varios minutos. Los caballos enloquecen y me resulta difícil imaginar como sus jinetes pueden controlarlos en ese estado.
Estuvimos más de media hora viendo el brutal juego. Toda la comarca estaba allí, viendo como aquellos jóvenes jugaban. Vimos varias caídas y estas no parecían sorprender a los espectadores. Todo era perfectamente normal.
Estabamos contentos por haber sido testigos de algo así. Reanudamos la marcha y comenzamos a subir por la montaña, Kirguistán volvía a mostrarse verde de nuevo, volvían a aparecer los yurts. Es curioso como nos hemos acostumbrado a transportarnos entre el color pajizo del valle y el verde de las montañas, y como pasamos de ver una población agrícola a los nómadas en las alturas. Es un curioso contraste al que nos hemos acostumbrado pero que sigue pareciéndome muy hermoso.
Dormimos en Kazerman, un pequeño pueblo con tan solo tres homestays que no dan a basto a acoger gente. Yo tuve que dormir en un sofá y todos aquellos que llegaron después de mi tuvieron que dormir en el jardín. Llovía, la mañana se levantó lluviosa y fría. Los moteros coreanos y rumanos que dormían en la misma casa que nosotros decidieron esperar pero nosotros marchamos en la mañana entre un día gris y lluvioso. No parecía que fuese a parar pronto y tuvimos razón. Hicimos 180 kilómetros bajo una lluvia intermitente y sin asfalto, pero el camino era bueno. El paisaje se veía y olía como Castilla la Mancha, que tantas y tantas veces he visto bajo la lluvia. Pero este paisaje cambió en la base de las montañas donde se encontraba el Song Kol, aquellas laderas parecían los Pirineos. Creedme si en los vídeos que tomé os digo que no salí de España, lo hubierais creído.
Tras una revirada carretera de montaña el Song Kol se mostró ante nosotros. En la gigantesca llanura que le precede vimos decenas de yurts y nómadas galopando sobre sus caballos, jugando con ellos, luchando. Hacían carreras, chocaban entre ellos, jugaban al buzkashi. En el fondo las nubes dejaban filtrarse algunos rayos de sol que cambiaban las tonalidades de verde de la pradera y mostraban el lago en varios azules. Estábamos viendo el paraíso de los nómadas, la tierra de los señores de los caballos.
Allí íbamos a dormir con ellos, en unos yurt a la orilla del lago Song Kol. Es curioso, Cholponbek me había dicho que los nómadas empleaban todos sus ahorros en comprar ganado, pero los nómadas de Song Kol habían llevado a la conclusión de que era mejor emplear los ahorros en comprar yurts y alquilarlos a los turistas: hay muchísimos. Allí vimos de nuevo el buzkashi o ulag, cantaron canciones tradicionales kirguisas para nosotros y vimos una de las noches estrelladas más nítidas que uno pueda ver. Estábamos en la tierra de los señores de los caballos, donde el pasto es verde y la noche oscura y fría. Allí íbamos a dormir y yo no podía ser más feliz por ello.