Os he hablado sobre lo familiar que puede llegar a resultar Marruecos y sobre las sensaciones que traía dentro de mi. Aquello explica gran parte de la historia de por qué he venido a este país de nuevo, pero no toda. La realidad es que una de mis prioridades al venir a Marruecos era volver a visitar a Mohamed, a su mujer Rokaya -leído Rohija -y a los niños. Abdrahime ya tiene 9 años y parece menos travieso. Ese papel en cambio lo ha asumido Ahmed que tan solo tiene 2 añitos y que no existía cuando yo estuve aquí hace 3 años. Aya sigue pareciéndome tan inteligente como entonces pero a sus 15 años es una adolescente en toda regla, pasa el tiempo cuchicheando con sus amigas y riendo.
Pensando en ellos y en volver a verles he llegado a Rabat, a Salé más concretamente, cargado como Santa Claus de regalos para los niños que cuando me ven se lanzan a abrazarme. Mohamed vive en algo que más tarde me describirán como «vivienda aleatoria», viviendas que cada uno construye donde quiere y donde puede, en una zona humilde pero llena de gente agradable conmigo. Su casa está frente a las murallas de Salé y frente al mar, en un lugar que a mí como descendiente de españoles me causa tremenda sensación al pensar en cuántos de mis antepasados pudieron temer este lugar, guarida de los tan famosos y temidos piratas beberiscos que asaltaban barcos españoles en época de la conquista de América. Salé se hizo poderosa tras la salida de musulmanes de España en 1492 en busca de venganza y esta la encontraron -entre otras cosas- en la piratería. Tanto creció este puerto que en 1627 se unió por extensión con Rabat fundando una República pirata llamada República de Bu Regreg -así se llama el río que separa Rabat de Salé – que duró casi cuarenta años. Estás murallas que veo ahora protegían el puerto de estos temidos piratas que mis antecesores temían. Mis pies pisan hoy con libertad tierra que a tantos y tantos antes que yo les fue prohibida por una su otras razones. Los pies de estos marroquíes que me rodean, sin embargo, aún hoy no pueden pisar la tierra en que nací con esta misma libertad.
Pero volvamos a Mohamed. Cuando llego salen a saludarme los niños pero no hay rastro de él, ni de Rokaya ni del pequeño Ahmed. Es viernes y se dedica a la oración. Mohamed irá cinco veces a la mezquita y lo hará con una razón adicional a la de cada viernes: su hermana murió hace tan sólo cuatro días. Toda la familia se reúne estos días en la casa madre y comparten el duelo de la forma más humana posible. La hermana de Mohamed ha dejado tres hijos pequeños y a su marido que llora desconsoladamente a cada rato repitiendo algo que suena a «hamduril’la» – una bendición a Alá.
El momento de mi llegada no podía ser peor. Además de la muerte de su hermana, Mohamed ha perdido su trabajo de taxista ya que su viejo mercedes ha dejado de funcionar. Siendo viernes y tras estos eventos toda la familia se reúne en una casa grande de Salé que es la casa familiar. Allí conozco a los cuatro hermanos de Mohamed y a su padre. Este último tiene dieciséis hermanos que el abuelo ha tenido a bien traer al mundo con sus dos mujeres.
La familia me acoge con cariño pero este cariño iba a crecer de forma exponencial en los próximos días especialmente gracias al papel de los niños que me ven como a una especie de astronauta al que persiguen a todos lados.
La casa cuenta en planta baja con dos grandes salas separadas que sirven las veces de sala de estar comemos cuscus, ensaladas y pan. El plato se sitúa en el centro de una mesa a la que rodean las banquetas tradicionales de todo salón marroquí y con la mano uno va comiendo directamente de la fuente. Al ver que algunos usan cucharas me animo yo también a comer este rico cuscús con cuchara. Otros introducen la mano derecha en el plato y cogen un puñado de cuscús que moldean con la palma de la mano hasta hacer una bola del tamaño de una croqueta y que comen de un bocado. La carne y las zanahorias que acompañan al cuscús se desgarran de la misma forma: con una sola mano. De forma separada se sirve en pequeños recipientes una salsa roja picante que se puede usar a gusto para mezclar con el cuscús que todos compartimos. El agua se comparte también: hay un único vaso de metal para todos los comensales.
La mujer que se sienta al lado mío amasa bolas de cuscús con una facilidad pasmosa y cuando me quedo mirando su mano, me ofrece una bola manoseada a conciencia. La miro, sonrío y me la como. Uno debe adaptarse a aquello que ve, pienso.
Al cuscús le sigue una carne en salsa muy rica que también compartimos y comemos con las manos. En este caso partimos el pan – llamado «hobs» en árabe – y lo usamos como apoyo para coger las preciadas piezas de carne que se sitúan en el centro de la mesa. Este pan árabe es realmente rico y en casa de Mohamed se prepara cien por cien en casa gracias a la cooperación de todas las mujeres de la familia. Los hombres hablan, socializan e incluso ayudan a llevar platos a la mesa pero la tarea doméstica es cosa de las mujeres en Marruecos.
La tarde la dedicaré a jugar con los niños, a pasear con Ayoud – el hermano pequeño de Mohamed y el único que habla inglés – y a relajarme con la familia. Se me hace curiosa la forma de vivir de los musulmanes. Vengo de Europa, de una sociedad que tiende poco a poco a ser cada vez más individualista y por ello me choca el sentimiento de unidad de una familia musulmana, tal y como podría recordarse que era una familia española hace cincuenta años. El tiempo discurre despacio, no hay mayores tareas que el descansar y el charlar e incluso se dejan grandes espacios de tiempo en los que nadie dice nada en aquellos salones. Hombres y mujeres se separan por la tarde en dos salones diferentes en los que se sirve el mismo té dulce. El tiempo se saborea, la conversación fluye lentamente y el alma se relaja en aquellos sillones acolchados. La paz es absoluta y sólo se rompe por los jugueteos de los niños, aún incapaces de saborear la espiritualidad que saborean sus padres. La vida fluye con parsimonia y nadie parece buscar nada más, tan sólo el silencio, la paz interior y la compañía de los suyos. Así pasamos el viernes y también el sábado, cuando mencioné mi deseo de volver a ver el Sáhara.
– ¿Puedo ir contigo? Nunca he visto el Sáhara – me dijo Ayoud con ojos soñadores.
Le miré y sonreí. Soy alguien que se busca a si mismo en los viajes y por ello intento viajar solo. Cuando uno viaja y especialmente si lo hace al desierto, tiene grandes probabilidades de encontrarse consigo mismo. Siempre lo he dicho, los desiertos son territorio del alma y los viajes en moto son en mi caso el mejor medio para llevarlos a cabo. Tras pensarlo unos minutos asiento a la petición de Ayoud, le digo que partiremos mañana pero debe tener muy claro que es mi viaje, mi destino y mi tiempo. Si quiere viajar conmigo yo fijo las reglas y debe respetar mis tiempos de silencio. Puede sonar duro, pero uno debe siempre fijar unas condiciones claras de qué quiere y qué espera de otra persona y él debe saber qué puede esperar de mi si viaja conmigo. De hecho al comunicar el viaje la familia me advierte: deja las cosas claras a Ayoud. Justo es lo que acabo de hacer.
Mientras Ayoud prepara su mochila con entusiasmo hablo con Abdrahime, el padre de Mohamed. Es un musulmán de mirada profunda y me da la impresión de que es tremendamente más inteligente que yo. Le miro y le trato con respeto y él es consciente. Desprende sabiduría y creo que de todos los allí presentes es el único que comprende mi posición de europeo entre aquella familia. Su mujer, Khadija, me regala una chilaba y un vestido para mi madre y él sonríe y me dice: «podrás usarlo como pijama». Entonces se me acerca Laila, la hermana de Mohamed. Me entrega un bulto envuelto en un trapo blanco y mirándome con gran cariño me da a entender, en árabe, que es un regalo: es el Corán. Al verlo me echo a llorar y ella me da la mano – las mujeres casadas no pueden besar a otros hombres, algo que descubriría minutos más tarde. Regalarme el Corán es algo tremendamente profundo para ellos ya que es en este libro en el que basan todas sus costumbres, su vida y sus creencias. El Corán es el marco en el que expresan su existencia y no es algo que tomen ni mucho menos a la ligera. Este regalo me hace consciente de que he ocupado un lugar en sus corazones – tanto como ellos en el mío. El gesto de Laila me inunda por dentro y soy incapaz de contener las lágrimas que también afloran de sus ojos. Una vez más no hace falta una lengua común, somos humanos. La familia me abraza, soy uno más, un extranjero que se ha colado en sus corazones. Dejo escapar algunas lágrimas entre los abrazos de los niños que no me dejan ni un minuto. El resto sonríe en silencio y sospecho que hay en ese salón más ojos humedecidos como los míos. No hace falta nada más, ni siquiera una palabra. Así de cálida y mágica es la comunicación humana.