“La experiencia me ha enseñado que los hombres felices se encuentran en mayor proporción en los desiertos […] Donde los bienes de encuentran en mayor número se ofrecen al hombre más oportunidades de engañarse sobre la naturaleza de sus alegrías, porque pareciera, en efecto, que vinieran de las cosas, cuando en realidad sólo provienen del sentido que tienen las cosas».
Me había levantado temprano y sentado sobre las rojizas arenas de Merzouga recordaba esas palabras escritas por el poeta del desierto Antoine de Saint-Exupéry en su obra inacabada Ciudadela. Ayoud seguía dormido, era algo que yo sabía que él acostumbraba a hacer hasta altas horas de la mañana y no era mi intención despertarle. Paseé por la arena enterrando mis pies en ella, tocándola con mis dedos mientras dejaba fluir mis pensamientos libremente. Pasados varios minutos regresé a Le Petit Prince y me comunicaron que el desayuno iba a cerrar por lo que era hora de despertar a Ayoud y empezar el día.
Tras desayunar decidimos ir a las dunas con la moto. Mouhcine me había escrito la noche anterior diciéndome que estaba en Merzouga, otra de esas casualidades del destino que no puedo ni quiero explicar. Mouhcine es el hijo y sobrino de los dueños de la kashba Erg Chebbi en la que me alojé hace tres años. Se había graduado en física en Meknés (de nuevo, no diré Merquinez) y cansado de la vida en ciudad había decidido construirse una vida tras las dunas. Si quería ir a verle debíamos cruzar aquella masa de arena o rodearla; ambas opciones me indicaban que era mejor probar BMW en la arena en Merzouga antes de emprender el viaje. Había traído ruedas de tacos, unas Continental TKC 80, ya que la otra vez que estuve en el Sáhara me quedé con unas ganas irremediables de intentar andar con la moto por las dunas. Hoy era diferente, iba a intentarlo.
Las BMW GS no son ni mucho menos motos de off-road. Querer que lo sean es lo mismo que querer que un Porsche Cayene corra un Rally Dakar. Simplemente es absurdo y lo digo con el conocimiento de haber competido en off-road muchos años y de haber metido la GS 800 en lugares como la coordillera del Pamir. Las BMW son motos de carretera, de tierra o de asfalto, pero de carretera. Con sus casi 200 kilos la moto se siente torpe en la arena, le cuesta arrancar y se bambolea como una peonza (algo tremendamente útil en el asfalto), pero es capaz de andar con cierta soltura. Con un poco de práctica acabamos muy dentro de las dunas de Merzouga, escalando por las rojizas paredes de arena y acelerando fuerte en las bajadas para no encallar la montura. La sensación es grandiosa, es precioso navegar en el mar del Sáhara.
Tras cerca de tres horas en la arena decidimos parar a beber agua y comenzar el viaje hacia la parte trasera de las dunas de Merzouga donde nos esperaría Mouhcine. Encontramos una tienda humilde en Merzouga, cerca de las dunas, regentada por una simpatiquísima mujer llamada Fatima que no deja de sonreirnos. Tiene poco que vender, apenas unos botes de agua, unas chocolatinas y unos pocos pañuelos de los cuales compraré uno para recordarla por unos escasos tres euros.
Más tarde, cuando volviéramos de nuestra aventura tras las dunas volveríamos a cenar con Fatima. Mantendré en privado todo lo concerniente a esta mujer que tras este viaje admiro con devoción. Os pido a todos aquellos que visitéis este blog, que tristemente no seréis muchos, que si vais a Merzouga la visitéis (entre los hoteles Le Petit Prince y Dar Gamra), la ayudéis y descubráis a la gran persona que hay tras este mostrador. Estoy seguro que si la aleatoria ruleta de la vida le hubiera dado unas mejores cartas que jugar, Fatima sería hoy un gran referente en muchos aspectos. Pocas veces he hecho una descripción tan directa en este blog, podéis creer lo que os digo.
Tras recargar provisiones y reír con la agradable Fatima emprendemos nuestro viaje en busca de Mouhcine. Él nos había indicado que se encontraba en Kakmiya, y yo recordaba la existencia del «pueblo de los negros» gnaua (procedentes de Senegal), llamado Khamlia. Quizás era aquello a lo que se refería. Los gnaua son un pueblo agradable con los turistas, encantados de enseñar su danza por unas pocas monedas y prácticamente todos hablan un español perfecto. Preguntamos por el pueblo, mostramos la foto de Mouhcine pero nadie parece saber de su paradero. Sólo uno de los negros parece haberle visto alguna vez y le reconoce como familia de Ibrahime. Llamamos a Mouhcine y nos dice que nos hemos equivocado, que Kakmiya no es Khamlia, y que para llegar a Kakmiya debemos rodear las dunas, justo al lado contrario al que se encuentra Merzouga. Los negros nos explican entusiasmados. Nos dicen que debemos rodear unas pequeñas dunas que se extienden al sur de Khamlia, cruzar por una pista una serie de edificios abandonados hasta llegar a Mtis un pueblo minero francés que hoy está abandonado. Desde allí, debemos preguntar «a los nómadas».
– ¿Nómadas reales? – Me extrañé habiendo venido recientemente de Kirguitán. No sabía que había nómadas en Marruecos, de esos a los que perjudicamos los europeos poniendo fronteras con escuadra y cartabón.
Emprendemos el camino y un hombre que dice ser de Casablanca dice habernos visto aquella mañana en las dunas. Le ha sorprendido que metiéramos la GS 800 en la arena y tras requerirnos unos minutos para charlar, continuamos de camino a Mtis por pistas en el hamada (el desierto de piedra que rodea las dunas). El camino es sencillo de seguir debido a las múltiples roderas de los 4×4 que han pasado ya por aquí y a pesar de que estas parecen ir en todas direcciones, todas pasarán más tarde por Mtis como luego efectivamente comprobaríamos. Encontramos unos chicos pastoreando camellos y nos paramos a conservar ese simple pero bello espectáculo (bello para el turista temporal como nosotros, estoy seguro). Continuando por las enrevesadas pistas llegamos a Mtis. En un primer momento el lugar impresiona por su soledad, su abandono. ¿Qué escenas se habrán vivido aquí? ¿Qué sentirían sus propietarios? ¿Cuáles serían sus conversaciones, sus preocupaciones? Veo una oxidada lata de conservas, ¿quién la disfrutaría? Estas preguntas siempre contienen mucho más sentimiento del que cabe esperar en un lugar así, en un lugar abandonado donde muchas vidas se consumieron en mayor o menor medida.
Pero esa imagen de abandono se rompe de repente. Vemos un coche militar. En las ruinas hoy viven ellos, los militares encargados de patrullar la frontera con Argelia, que se extiende a unos pocos kilómetros y donde multitud de hombres padecen de hambre y sed vigilando su patria por 3.000 dirhams -300 euros – al mes (esto, lo sabríamos por varios testimonios a lo largo del día). Al cabo de unos minutos vemos acercarse una pequeña moto: es un hombre que me dice que su casa está en Mtis. Pronto nos señala a otras muchas casas donde vemos gallinas: las mejores casas de Mtis están hoy ocupadas por hombres que o bien no tenían nada o bien han sentido la necesidad y el apego de recuperar la vida de este abandonado pueblo minero que servía para la extracción de khol (ese mineral negro con el que las mujeres marroquíes se maquillan los ojos).
Tras algunos minutos en Mtis, explorando sus calles, entrando en sus casas y evitando a los militares (por pura pereza de comprobar si quieren perder el tiempo con nosotros), Ayoud y yo nos adentramos un poquito más por aquellas pistas de arena. Debo aceptar que la moto se comporta bien donde hay arena y que el camino se hace sencillo. Al cabo de unos pocos minutos divisamos de nuevo las dunas de Merzouga y vemos a los primeros nómadas. La imagen es realmente cautivadora, jaimas bereberes en mitad del Sáhara con las dunas del Erg Chebbi como fondo. ¿Quién no querría ver este espectáculo?
Pronto divisamos un jeep. ¿Tienen jeeps los nómadas? Es el jeep de un hotel que ha traído a una pareja de turistas rubios y quemados como cangrejos a tomar un té con los nómadas. Este té se cobra – yendo con tu propia moto y sin comisiones del hotel – a diez dirhams la jarra, un euro. No obstante estos son sólo los primeros nómadas que veremos. Un poco más adelante encontraremos otros nómadas que se sorprenden al vernos y que nos invitan (no nos cobran) a ese té. Esto es algo que no alcanzo a entender, tan sólo a unos pocos kilómetros (uno, dos…) sus compañeros hacen negocio con el turista: ¿no han llegado estos otros a la misma conclusión?
El camino se vuelve cada vez más arenoso, se bifurca en mas y más opciones y algunas rodadas parecen acercarse a Argelia, que se alza imponente con la luz de la tarde tiñendo de rojo unas gigantescas moles de piedra roja al más puro estilo western americano. Por allí, recuerdo, cruzó Jim Rogers el Sáhara rumbo al sur hace ya varias décadas.
Llevamos dos horas y hemos parado en varios lugares, hemos ido a las dunas, hemos rozado Argelia pero no hay rastro de Mouhcine. Nadie sabe dónde esta Kakmiya, nadie sabe quién es Mouhcine, no hemos bebido en horas, no hemos comido y Mouhcine tiene el teléfono apagado. ¿Qué hacemos? Por un minuto decido volver, pero paro y reflexiono. Se que ese momento de duda va a pasar, asi que debemos parar, ver el desierto y ver la vida pasar, respirar el desierto unos minutos. Esta es la sensación más bonita de un viaje, esto es lo que llena el alma del viajero. De repente, mi móvil suena: es Mouhcine. Dice que debemos continuar, encontraremos una casa con árboles y que la suya está detrás. Son las pocas casas de adobe que tiene la parte trasera de las dunas, así que no deberíamos tener problema. Arrancamos la moto y continuamos, poco a poco vamos a llegar, sólo un poco más…¡lo encontramos! ¡Hemos encontrado a Mouhcine, al físico bereber que decidió dejarlo todo para vivir en su amado desierto, frente a la arena.
Charlo con mi viejo amigo, le abrazo, le miro: le veo bien. Me dice que tras graduarse en física se negó a dar clases en la universidad por 5.000 dirhams – 500 euros – al mes y que sintió la llamada del desierto que le vio nacer. Me dice que le costó mucho tomar esa decisión ya que temía defraudar a su padre (el cual se enorgullecía de tener un hijo salido de la universidad) y reflexiona que lo que más nos cuesta a los hombres es tomar decisiones por nosotros mismos pues siempre existe la influencia consciente o inconsciente de aquellos a quienes queremos (e incluso de aquellos que nos importan un pimiento). Me dice que sólo necesita su vida, su tiempo. No necesita cosas materiales, es feliz en el desierto y sus ojos transmiten eso mismo que me expresa con el corazón. Él es el vivo retrato de aquella frase que se hacía eco en mi mente escrita por aquel antiguo poeta del desierto que tanto admiro. Mouhcine es el reflejo vivo de los escritos que nos legó Antoine de Saint-Exupéry y yo tengo la suerte de poder tenerle frente a mis ojos.